En cualquier civilización que se respete, la vida humana es sagrada. Hasta la de los más miserables y abyectos miembros de la sociedad debe ser respetada, por abominables que puedan resultar sus crímenes o sus depravaciones.
Por eso, cuando un civilización pierde
la consideración por ese bien supremo es que su decadencia ha comenzado. Tanto da
que ese menosprecio sea al comienzo de la vida o al final, que sea aborto o
eutanasia, en ambos casos es acabar con una vida humana antes de lo que la
voluntad divina -para los que somos creyentes- o el puro azar -para los que no
lo son- han determinado.
Esa es la razón de que leca con consternación
el titular de que el gobierno canadiense ampliará la ley de eutanasia a los drogadictos.
Según este proyecto normativo, se permitirá a los toxicómanos solicitar la
muerte asistida médicamente.
Pero no sólo eso. También está
previsto que la legislación incluya a las personas que padecen enfermedades
mentales (que, a lo que se ve, son incapaces para según que cosas, pero no para
suicidarse).
De aquí a la eugenesia -como señalan los propios adictos y oenegés- no hay más que un paso.
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