Los
neocom, no hace falta repetirlo –aunque
lo hago, faltaría más- saltaron al primer plano de la política clamando contra
la casta y arrogándose la
representación de la gente. A algunos
les llevó tiempo descubrir que esa gente a la que representaban no era el común
de los mortales sino la suya, es decir, ellos mismos.
Tomemos
el ejemplo del chepas y la calientacamas. Como he leído por ahí, un
profesor universitario y una cajera de una gran superficie. Gente humilde, a
priori, aunque él, por su puesto de trabajo, podría ser considerado como un
intelectual (tómese esto con muchas pinzas y pocas comillas). Entraron en
política, fueron obteniendo puestos –que si un euroescaño, que si un escaño
nacional, que si un ministerio, que si una vicepresidencia- y engendrando
retoños, algo no muy coherente en unos defensores a ultranza del aborto (vale,
aquí me columpio, pero apostaría pincho de tortilla y caña, que diría Luis
Herrero, a que lo son… porque les pega).
Y
claro, ya no eran tan humildes, y eran más de familia. El pisito de Vallecas se
les quedaba pequeño, y se mudaron a una vivienda en la periferia. Con el
pequeño detalle de que la vivienda es un casoplón de nosecuantos metros
cuadrados, sito en una parcela de más metros cuadrados (lógicamente, lo
contrario caería dentro –y nunca mejor dicho- del campo de los teseractos y
demás cuerpos de más de tres dimensiones), localizada en una urbanización de
cierto lujo en la sierra Norte de Madrid.
Pero
ahora (cuando digo ahora quiero decir
hace un mes, que es cuando apareció
la noticia) nos enteramos de que esa no fue su primera opción. Su primera idea
había sido comprar una finca de una hectárea en una más lujosa urbanización de Galapagar. Y como buenos (malos) castuzos,
racanearon los gastos a la constructora que iba a edificar su casa, porque los
trabajos previos fueron cuantificados en diez mil euros y los neocom sólo pagaron una tercera parte.
Es
lo de siempre: perseguir la riqueza personal no está mal, siempre y cuando no
se predique contra la de los demás.
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