Cuando en cualquier aspecto de la vida abrazas la radicalidad, la has cagado. No importa lo radical que seas, siempre habrá alguien que sea más radical que tú, y siempre habrá alguien a quien le parezca que no eres lo bastante radical. Y si ese alguien es, además, de los que manda… apaga y vámonos, porque estás acabado.
Eso
le ha ocurrido a Lucía Echevarría, feminista de pro (signifique eso lo
que signifique). Porque ahora, para ser feminista no puedes considerar que son
mujeres las que tienen vulva, experimentan la regla (en general) y tienen hijos
(si se quedan embarazadas y el embarazo llega a buen término). Ahora, para ser
una feminista á la mode tienes que defender a quienes se consideran
mujeres. Y no puedes decir nada en contra, porque no sólo estarás yendo contra
lo (llamado) políticamente correcto, sino que estarás incurriendo en uno de los
más terribles pecados (laicos, claro): el de la denominada transfobia.
Por
criticar el último aborto legislativo del ninisterio de
Lomismodáquedalomismo -engendro legal que no sé de qué va, pero que tiene que
ver con el trema trans-, a la escritora le han concedido el llamado premio
Ladrillo, que señala actitudes transfóbicas, lo que la posiciona entre las
personas transexcuyentes (otro palabrito). A este acto acudió la calientacamas,
titular del antedicho departamento ninisterial.
La
escritora acusó a la antigua dependienta de incitar un acoso contra ella
y, además, aplaudirlo. También acusó de misoginia, de nuevo siguiendo
esa costumbre tan giliprogre de elevar a categoría un caso individual. Por mucho
que le moleste, criticar a una mujer por algo distinto al hecho de ser mujer no
es misoginia, es… criticar.
Así que a aguantarse tocan, Luciíta, por más que tengas una miaja de razón. En cuanto a Paz Vega, que osó mostrar su apoyo a la escritora, también le cayó la del pulpo. A quién se le ocurre, con lo desapercibida que estaba pasando.
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