Pensaba comenzar diciendo que desde que surgió el anticlericalismo, a mediados del siglo XVIII -la Ilustración y demás-, el movimiento se había limitado a intentar eliminar la religión -la cristiana, claro, a ver quién es el guapo que se mete con los mahometanos- o, al menos, reducir su influencia, pero sin copiar los rituales.
Luego
caí en que la masonería es una especie de, llamémoslo así, religión laica
(porque la ristra de adjetivos que suelta Wikipedia - institución de carácter
iniciático, filantrópico, simbólico, filosófico, discreto, armónico, selectivo,
jerárquico, internacional, humanista y con una estructura federal- es de las que no se
puede recitar sin respirar), con sus ritos, símbolos y demás.
Pero
no han caído, creo yo, en el ridículo en el que caen los anticlericales de opereta
de finales del siglo XX y principios del XXI. Ignoro si en otros países se alcanzan
semejantes niveles de estupidez, pero lo que hacen algunos en España produce vergüenza
ajena, por no decir lástima.
Primero
empezaron los padres que querían primeras comuniones laicas para sus
hijos o, más precisamente, para sus hijas. Porque claro, la niña quería ir toda
vestida de blanco, como sus amigas, y recibir regalos -los regalos que no
falten, por supuesto-, pero eso de tener que ir a catequesis y recibir la santa
hostia, pues como que no.
Luego
llegaron los bautizos laicos, y desde hace unos años se produce en Valencia el
fenómeno de las llamadas magas republicanas, por el que tres mujeres se
visten de mamarrachas y salen al balcón -literalmente, aunque no sé a qué
balcón, ni me importa- en época de Navidades (huy, perdón, del solsticio de invierno).
Todo, por no mencionar a Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente.
Es
irrelevante que Dios exista o no aunque yo, naturalmente, creo en Su
existencia. O que la Navidad sea una cristianización de la festividad del Sol
invictus. Para los que creemos en Él, la apariencia externa de los actos -el
verter el agua, el ingerir una oblea, el pronunciar unas palabras- es sólo eso,
exterior. Es lo que implican en un nivel más profundo la trascendencia que
asumimos que entrañan, lo que los convierte en sacramentos. Quitarles esa
trascendencia los deja sólo en la apariencia externa, la cáscara, el oropel y
la parafernalia. Y el ridículo, claro.
Cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán, dijo el Señor. Pero, Dios mío, a lo que llegan algunos con tal de intentar parafrasearlas…
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