La estulticia de las masas giliprogres parece no conocer límites. Hasta hace no mucho pensaba que se trataba sólo de hispanofobia, pero habrá que extenderlo a toda la piel de toro e incluir también al país del fado, las toallas y los gallos de cerámica, nuestros vecinos occidentales: Portugal.
Hay en Lisboa un monumento
dedicado a los descubridores lusos, de finales de la Edad Media y principios de
la Moderna, y en el que aparece el infante don Enrique el Navegante (me
columpio en tanto detalle, pero apostaría duros contra pesetas a que estoy en
lo cierto). Por lo visto, dicho monumento fue erigido durante la dictadura de
(creo) Salazar, lo que al parecer lo hace vituperable y denigrante, y
susceptible de ser emborronado con una enorme pintada (llamar grafiti al
garabato de pintura es elevarlo, inmerecidamente, a la categoría de algo con un
cierto sentido artístico) en el que dice no sé qué tontería. La leí -y era
alguna giliprogrez-, pero he preferido olvidarla.
Vamos a ver, cretinos de detrito
sólido de origen animal. ¿No fue una gesta insigne, una empresa arriesgada,
heroica incluso, la serie de viajes que allá en el siglo XV después de Cristo
(ni era moderna, ni de nuestra era, ni pamemas semejantes: el
nacimiento del Hijo de Dios es el gozne sobre el cual pivota la Historia, por
mucho que les duela -que les duele- a rojos, giliprogres, seguidores del
pedófilo pastor de camellos y demás enemigos de la libertad y el progreso) que
ampliaron los horizontes vitales e intelectuales de los europeos? ¿No fueron el
germen del posterior descubrimiento (nada de encuentro, que no iban
buscándonos los de las plumas y el tabaco, por no hablar de la antropofagia y
los sacrificios humanos) de América y la circunnavegación del globo terráqueo?
¿No fue el inicio, o la continuación, de un avance de Europa en todos los
órdenes, avance que se produjo también en los nuevos territorios (nuevos desde
el punto de vista europeo, claro está)? Porque China quizá estuviera más
avanzada, al menos científicamente, pero con su ombliguismo habitual se
guardaba las cosas para sí.
¿Qué más da, entonces, bajo el mando de quién se erigiera el monumento, almas de cántaro?
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