Supongo que, de unas cuantas generaciones para acá, lo que voy a decir habrá sido una constante: la educación -tanto en el sentido académico como en el de urbanidad- no hace sino ir a peor.
Empezando por lo académico, en la
época de mis padres había, en la educación preuniversitaria, varios controles
intermedios (las reválidas) que aseguraban que el alumno tuviera los
conocimientos suficientes para poder asimilar los posteriores. Ya en mi época
habían desaparecido las reválidas, pero al menos no se podía pasar de curso con
más de un cierto número de asignaturas suspendidas (para las que, además,
tenías dos oportunidades, Junio y Septiembre).
Ahora, en cambio, no se ponen
notas -o hacia eso parece encaminarse la llamada ley Celaá, a lo que
parece-, para no estigmatizar al alumno. Es decir, no hay que decirle a
un alumno que es un burro… aunque lo sea. Por otra parte, estoy convencido de
que -salvo las lógicas excepciones- no hay alumnos absolutamente estúpidos: todos
(o casi) podrían alcanzar un nivel mínimo si tenemos en cuenta sólo su
inteligencia, y si no lo hacen es por pereza o por circunstancias externas (por
ejemplo, lo que se llaman hogares desestructurados, o pobreza, o cosas así).
Vamos, que quieren disminuir el ratio de suspensos eliminando la categoría.
En cuanto a la educación como
urbanidad… ¡bueno! Si mis hermanos o yo hubiéramos dado a nuestros padres
alguna de las respuestas que ciertos hijos actuales dan a los suyos, o tenido
ciertos comportamientos, nos habríamos ganado un buen bofetón.
Y, llamadme antiguo, pero sería
un bofetón bien merecido.
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