Con relativa frecuencia he dicho, refiriéndome al PSOE, que el poder -el afán por conseguirlo y el ansia por seguir detentándolo- es la argamasa poderosa que mantiene unida a la formación, y que cuando se agiganta la posibilidad de perderlo salen a la luz las luchas intestinas y las puñaladas traperas.
Naturalmente, semejante
afirmación es predicable de la mayor parte de las formaciones políticas, dentro
y fuera de nuestras fronteras, aunque forzoso es reconocer que pocas de ellas han
culminado la metamorfosis desde la oruga del partido político a la mariposa
(¿polilla?) de la máquina de ganar elecciones en que se ha convertido la
formación creada por Paulino Iglesias.
La criatura de su
tocayo, en cambio, ha empezado a disgregarse mucho antes. En parte, porque no
dejaba de ser un totum revolutum, una macedonia de ideas, un potaje de
tendencias, una ensaladilla rusa de confluencias, mareas, círculos, grupúsculos
y asociaciones que sólo mantenía unida, además de la antedicha argamasa, el
puño de hierro de su Lenin de claustro con coleta.
Cortada esta última, y en
proceso de meteorización la primera, los que abominamos del comunismo no
podemos sino regocijarnos del lamentable espectáculo que la extrema izquierda ha demostrado al Sur de Despeñaperros: obligados a remendar con alfileres la
unidad que antes disfrutaron y que los personalismos de unos y otros
condenaron, las jugadas sucias son tan cutres como no presentar la
documentación electoral a tiempo para dejar fuera a los que ahora detestan y antes
abrazaban.
Suma (que diría Egolanda) y sigue… hacia el desastre final, no por menos merecido demasiado retardado.
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