En los altares laicos de izquierdistas y secesionistas figuran dos sujetos despreciables, miserables y asesinos de masas.
A uno, Santiago
Carrillo, la Historia le permitió -fiel a ese oportunismo que siempre le
caracterizó- participar en traer la democracia a España, aunque en sus últimos
años -y estos fueron largos- volvió a
soltar las barbaridades que casi todo comunista vomita; y nunca, jamás, reconoció
responsabilidad en el genocidio contra los cristianos en Madrid en los primeros
meses de la Guerra Civil, y mucho menos pidió perdón por ello.
El otro, Luis Companys,
era si cabe más miserable que el comunista. También mandó asesinar a diestro y
siniestro movido por el odio ideológico, pero no se quedó ahí y ordenaba quitar
de en medio a cualquiera que le molestara… aunque fuera para encamarse con alguna
de la que se hubiera encaprichado.
A Carrillo le dieron un
doctorado horroris causa y como regalo de cumpleaños zETAp ordenó quitar
la estatua de Franco en Nuevos Ministerios con nocturnidad y alevosía. A la
tumba de Companys, fusilado tras un consejo de guerra acabada la contienda civil,
peregrina cada año la piara secesionista, le han dedicado estadios y le han
levantado estatuas.
En una de las cuales -la de Lérida- han colgado un cartel, en recuerdo de los más de ocho mil catalanes que ordenó asesinar. Eso también es memoria histórica, aunque a algunos no les guste que se la recuerden.
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