No me gusta mentir. No sólo porque me desagrade la mentira en sí -que también, aunque he refinado el arte de no mentir no diciendo tampoco toda la verdad o, como diría Obi-wan Kenobi, diciendo la verdad desde cierto punto de vista-, sino porque mentir es muy complicado: tras la primera mentira viene una segunda, y luego una tercera, y hay que mantener la coherencia para que no te pillen.
Y eso, si eres
inteligente. Si eres un zote, un zoquete, un zopenco, te cazan a las primeras
de cambio. Como el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de
padecer está lleno de sujetos más cortos que el rabo de una boina, con menos luces que un barco pirata (no, yo tampoco conocía la comparación) y que entre
todos juntos no reúnen ni media neurona, se les descubre el embuste casi antes
de que terminen de hablar.
Por eso, cuando el psicópata
de La Moncloa varió diametralmente la postura de España sobre el Sáhara
Occidental, y todos sus ninistros proclamaron que semejante golpe de
timón no afectaría a nuestras relaciones con Argelia, todos los que tenemos dos
dedos de frente y un poco de criterio sabíamos que, más pronto que tarde, los
hechos les desmentirían.
Y así ha sido: primero
fue el ser sustituidos como socio preferente por Italia, luego el
anuncio de que se mantendrían los precios para todos los clientes del gas
argelino salvo para España -porque nos los subirían- y hace un mes el anuncio
de que cortarían el gas a España si trasvasáramos una parte a Marruecos.
Pinocho, a su lado, un epítome de sinceridad y honradez.
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