Cuando era ¿pequeño? ¿joven? mejor lo dejamos en adolescente, mi madre solía decirme que si me enfadaba tenía doble trabajo, el de enfadarme y el de desenfadarme. Como tantas cosas entonces, no acababa de entenderla -mucho menos de compartir la postura- porque, razonaba yo, enfadarme no me causaba el menor esfuerzo (sí, entonces era un poco enfadique).
Lo de desenfadarme… bueno,
tampoco es que requiriera de muchas energías. En cambio, lo de mantenerse
artificialmente (por así decirlo) enfadado, eso sí que cansaba. De hecho,
recuerdo perfectamente dónde vi la luz al respecto: en las antiguas Galerías
Preciados de Arapiles, ahora pertenecientes al grupo El Corte Inglés.
Ese día me mantuve enfadado a la fuerza todo el día y, la verdad, acabé
agotado.
Con el tiempo me volví,
además de más viejo, más sabio o, al menos, más escarmentado. Ahora, tiendo a
(intentar) que las cosas no me afecten, a mantener la calma. Y lo consigo, pero
si las cosas derivan de mí, de mi torpeza o de mi estupidez. Si son las
circunstancias las que conspiran contra mí, entonces me reboto.
Hace cosa de mes y
medio, una sucesión de pequeñas cosas -una hoja arrugada al guardarla en la
cartera, un alarma que no funcionó…- me pusieron irritable. Tanto, que se me
notaba. Cómo serían las cosas que, en una familia habitualmente circunspecta,
mi hermano, ante una mala contestación mía sin venir a cuento, me preguntaba que
cómo es que estaba tan caliente.
Fiel a mi estilo lacónico, respondí con tres palabras: sucesión de gotas.
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