A finales de Febrero pasado, tanto mi padre como yo dimos positivo por COVID. Los últimos de nuestra familia más próxima, y también los dos de mayor edad (no es que me lleve demasiado con mis hermanos, pero mayor que ellos soy). Mi padre se había vacunado cuatro veces (o se había puesto cuatro dosis de la vacuna), y yo sólo dos.
En su caso, los síntomas fueron
una cierta desorientación -nos dijeron los médicos que en personas de cierta
edad (mi padre tiene ochenta y siete años) es algo habitual, aunque emplearon
la palabra demencia, que no me gustó en lo más mínimo-, flemas, mocos y
tos, y una ligera fiebre; en el mío, flemas, mocos, ligero dolor articular, cierta
pérdida de voz -con ese sentido de la oportunidad que me caracteriza, la manifestación
de los síntomas coincidió con un curso que tenía que impartir- y algo más de
fiebre (con picos de treinta y nueve grados… momentos es los que me sentía
mejor que con treinta y siete).
Mis síntomas desaparecieron en
unos días, y a la semana o así ya daba negativo en los test; los de mi padre
permanecieron más tiempo -al fin y al cabo, es fumador, y eso ayuda… a mantener
los síntomas-, y tardó una semana más en dar negativo (lo que no quiere decir
que antes no lo hubiera dado, pero no le hice el test).
Viene todo lo anterior a cuenta
de que, en general, estoy bastante contento con mi sistema inmunitario. De hecho,
la única afección crónica que padezco -alergia al polen- la considero como una
muestra más del estajanovismo de mis defensas, que trabajan hasta cuando no
tienen que hacerlo.
Y precisamente por eso mismo me
fastidió contraer la COVID-19. Sí, ya sé, las probabilidades jugaban en mi
contra, y mucho mejor pasarla, y además de manera leve, pero lo tomé como una
especie de afrenta casi personal, como si algo no funcionara como Dios manda en
mi cuerpo (además, ya vamos teniendo una edad).
Por eso, cuando una amiga me
preguntó que cómo me encontraba, le respondí que cabreado: con los chinos, con
el virus… y conmigo mismo.
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