La izquierda española nunca ha sentido la más mínima simpatía por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Cosa lógica, dada la propensión de los epígonos de Marx a saltarse a la torera el ordenamiento jurídico, detenten el poder o estén en la oposición.
Pero es casi peor cuando detentan
el poder, porque colocan al frente de los respectivos cuerpos a auténticos impresentables.
Esto es especialmente sangrante en el caso de la Guardia Civil, en cuya cúspide
parecen complacerse en colocar a corruptos y chorizos.
Y cuando no es así, ponen a
alguien a quien el puesto, evidentemente, le viene grande. Como ha sido el caso
de la penúltima, a la que ya le sobraba por todas partes el cargo de delegada
en Madrid del desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer. El
por qué hace falta tener en Madrid un delegado del ejecutivo, que vive y
trabaja precisamente en Madrid, es algo que siempre se me ha escapado.
Pero eso es otra historia. La susodicha,
colocada deprisa y corriendo para suceder a una corrupta, se ha apresurado a dimitir
más deprisa todavía, al objeto de colocarse en las listas para
asegurarse un buen sueldo los próximos cuatro años. Que lo haya hecho denota
que en los de la mano y el capullo se olisquea la derrota, porque si no, ¿a
santo de qué tantas prisas?
La Benemérita, siempre elegante,
ha tirado de ironía y ha despedido a la dimisionaria pidiéndole que cierre al
salir sin dar un portazo.
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