Cantidad no es siempre sinónimo de calidad. Como decían los romanos, Non multa, sed multum: no muchas cosas, sino mucho.
Ejemplo de esto lo tenemos en la prolijidad normativa. La Constitución
de Estados Unidos, por ejemplo, tiene siete artículos y veintisiete enmiendas:
es decir, un total de treinta y cuatro preceptos, y ya va por su tercer siglo
de vigencia. La vigente Constitución española tiene algo menos de doscientos
artículos, y el engendro que los secesionistas catalanes pretendían tener como
norma fundamental -es de suponer que para saltársela a su conveniencia- creo
que pasaba de los trescientos.
Del mismo modo, la proliferación de normas no asegura que las cosas se
hagan como Dios manda. Es más, lo que ocurrirá es que no habrá manera de llegar
al fin presuntamente perseguido.
Es el caso de la hiperregulación feminazi en materia de igualdad
de sexos (me niego a llamarlo género): entre normas estatales y autonómicas hay diecisiete mil seiscientas ochenta en vigor y, según las más
exaltadas (o las más estúpidas), todavía no hay una efectiva equiparación entre
hombres y mujeres.
Podrían empezar por podar un poco esa maraña, digo yo.
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