Uno de los males del sistema autonómico es que lo que se suponía que iba a ser una cosa particular y de mínimos -recordemos que lo de las comunidades autónomas se introdujo pensando que contentaría (que bastaría para contentar) a los regionalismos centrífugos- ha devenido en algo general y de máximos.
Es decir, que al Estado pocas
competencias le quedan; aunque en las que ha perdido se supone que debería
ejercer un papel de coordinación, la realidad es que todos le suelen tomar por
el pito del sereno, haciendo la guerra por su cuenta. Y si en épocas plácidas
esto no tiene repercusiones graves en el día a día de la gente -otra cosa es en
la urdimbre del tejido nacional, que se desgasta de mala manera-, en épocas de
crisis -y qué mayor crisis que la de la pandemia de la Covid-19, que a la
sanitaria ha sumado la económica- se revela como letal.
Eso, sumado a la lentitud de la
burocracia, hace que a la hora de vacunar (o no) a los menores de doce años, se
tenga que estar a la espera del visto bueno de los expertos, tanto nacionales
como europeos. Porque la ninistraá Celaá dirá que los hijos no son de
los padres, pero a ver cómo le explicas tu a un padre que no se sabe si puede o
no puede -si debe o no debe- vacunar a su hijo pequeño porque necesita el visto
bueno de los expertos de marras.
Por ello, y por mucho más…
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