Cuando era más joven -es terrible empezar a decir más joven en lugar de más pequeño, porque eso indica que vas teniendo una cierta edad… aunque claro, como suelen decir, la alternativa es mucho peor- era un firme y decidido partidario de la pena de muerte.
El tiempo me hizo cambiar de
opinión, en parte por convicción religiosa -la vida nos la da Dios, y sólo Él
nos la puede arrebatar-, en parte por estrategia -si me opongo al aborto y a la
eutanasia, ¿cómo podría estar a favor de la pena de muerte?-… y en parte por
una cierta mala baba: sigo pensando que hay crímenes terribles, abominables, lo
peor de lo peor, pero la pena de muerte sería un castigo demasiado leve.
La cadena perpetua es otra cosa. No
tiene la irrevocabilidad de la pena de muerte, y sigo pensando que hay gente
que está mejor fuera de las calles. Hay criminales sin capacidad de redención,
bien porque son auténticamente malos, bien porque tienen alteradas sus
facultades mentales sin esperanza de curación. Para esa gente, la prisión
permanente revisable es la solución.
Aunque cuando empecé esta serie
de entradas dije que serían reflexiones al margen de la actualidad inmediata,
ha podido verse que ha cambiado. Eso sí, lo que no pierdo es la ocasión de hacer
consideraciones de índole general, aunque sean basadas en un suceso concreto. Es
el caso de ésta, que se fundamenta en el asesinato de un niño en Lardero por
alguien que en 1.993 agredió sexualmente a una niña y que un lustro después asesinó
y violó a una mujer. A pesar de ello, disfrutó de treinta y nueve permisos penitenciarios, algo que no cabe en cabeza alguna.
Claro, que teniendo en cuenta que el psicópata que preside el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer no es capaz ni de aprenderse el nombre de la localidad de la víctima, y que el ninistro Pekeño premia con hasta dos mil euros a los directores que excarcelen más presos, en una carrera por vaciar las cárceles para tener el menor número posible de presos, luego que no se nos queje el giliprogrerío.
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