Desde los años sesenta del siglo pasado, la izquierda parece haber confundido libertad con libertinaje, y propugna que en cuestión sexual todo está permitido, todo es lícito, todo es posible.
Lo que ocurre es que
cuando pones un micrófono delante de alguien con más edad que cociente
intelectual, lo que puede escucharse será, en el mejor de los casos, una
tontería; en el peor, directamente, una aberración.
Tenemos así la confusión
entre sexo y género, la proclamación de que cada uno es lo que (dice que) se
siente o el usar todas las vocales posibles para rellenar la última sílaba de
una palabra. O el caso de que se diga que un niño puede, si quiere,
tener relaciones sexuales con un adulto: es decir, no ya la admisión, sino
directamente la defensa de la pederastia. Y cuando se pone a semejante bazofia
con forma humana ante sus propias palabras, acusa a sus interlocutores de violencia
política.
Eso, por no hablar de los talleres de travestismo para familias con niños de entre seis y doce años. Y yo me pregunto: esa gente que promueve semejantes talleres, ¿llevaría a los mismos a sus propios hijos?
Pensándolo mejor, casi prefiero no saber la respuesta...
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