Todo el proceso independentista catalán está edificado sobre un cúmulo de mentiras.
Cataluña nunca fue un
reino, ni un principado, ni nada. Fue sólo un conjunto de condados, de los que
el más importante era el de Barcelona, primero sometidos a la monarquía
carolingia y luego a la Corona de Aragón.
Nunca hubo una corona catalanoaragonesa.
Nunca hubo una casa real catalana. Los peces del Mediterráneo no
llevaban las cuatro barras de la bandera catalana, sino el blasón del rey de
Aragón.
A comienzos del siglo
XVIII no se planteó una guerra de independencia de Cataluña, sino una
disputa entre dos casas reales -extranjeras ambas, aunque una de ellas una rama
de la extinta española- por ver quién ocupaba el trono de España, y Cataluña -o
parte de Cataluña- tomó partido (con ese ojo clínico que les caracteriza) por
la que, a la postre, sería derrotada. El homenajeado Casanova no fue un patriota
catalán, sino un partidario del archiduque Carlos de Habsburgo que se enfrentó,
no a España, sino a los partidarios del duque de Anjou, futuro Felipe V.
España nunca ha robado
a Cataluña, sino más bien al revés, por activa (en la actualidad, básicamente)
y por pasiva, mediante aranceles, proteccionismo y ayuda a la industria local
catalana, que tiene en el resto de España su principal mercado.
Los próceres de
Cataluña casi nunca han sido tales, con la posible excepción de José
Tarradellas, sino vulgares asesinos, miserables ladrones o ambas cosas a lavez.
Resumiendo: que el golpismo catalán lo forman una turba de ignorantes comandados por una cuadrilla de malvados; que unos y otros odian las libertades y la democracia; y que cuando se les deja a su aire, aunque sea el día de la fiesta mayor de la región, se despellejan entre ellos.
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