No estaba seguro de no haber tratado ya el tema con anterioridad -como bien saben mis hermanos, y no tienen el menor reparo en señalar (me) lo, tiendo a repetirme-, pero he revisado el listado de las entradas de esta serie y me parece que la reflexión, al menos en su versión escrita, es nueva.
Todo empezó hace algo
más de un año. A finales de Agosto tenemos la costumbre (mi padre, alguno de
mis hermanos y su familia, y un servidor) de pasar diez o quince días en el
pueblo de mi padre, en la provincia de Santander. Intento empezar mi jornada
haciendo lo que han dado en llamar la ruta del colesterol, una caminata en la que no es que se suba el contenido de grasa en
sangre, sino más bien lo contrario, porque es cosa de tres cuartos de hora o
una hora, caminando a buen ritmo, la mitad del camino cuesta arriba.
Como digo, el año pasado
empecé a fijarme en los paisajes, las vistas y demás. Digamos que empecé a
mirarlo todo, en esos paseos, con ojo fotográfico, en el sentido de
apreciar encuadres, contrastes, iluminaciones… como consecuencia, en esas dos
semanas escasas saqué cosa de cuatro docenas de fotografías (no fotos,
como acostumbro a decir, sino fotografías).
De igual modo, el hecho
de escribir entradas en este blog día tras día ha desarrollado un ojo
bloguero para el mundo que me rodea (no el personal, claro -que también-,
sino el general, el mundo mundial), viéndolo no de un modo aséptico,
como cosas que pasan (incluso cosas que me pasan), sino como potenciales
temas para una entrada en el blog.
Cómo será la cosa, que
hasta he dedicado una a esa deformación de la percepción…
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