Hay tres razones para que me oponga a los que hablan de cambio climático, calentamiento global y demás pamemas.
La primera razón es,
podríamos decir, de índole metafísica. Y es un poco extraña, viniendo de
alguien como yo, que suelo decir que, entre las muchas cualidades con las que
el Señor quiso adornarme, no se encuentra precisamente la humildad. Pero es que
creo que el ser humano es una creación modesta, y que su capacidad para influir
en el devenir del planeta ha sido, parafraseando a Mark Twain, enormemente
exagerada… precisamente por quienes dejaron de creer en Dios y han acabado,
como dijo Chesterton, creyéndose cualquier cosa.
La segunda razón es que
las predicciones de los catastrofistas climáticos se han demostrado, vez tras
vez, exageradas y erróneas (un poco al modo de no sé qué secta apocalíptica,
que no para de vaticinar el fin del mundo… para cambiar la fecha cuando la
última que pusieron pasa sin que nada ocurra). Si por ellos fuera, décadas hace
que medio mundo estaría ya sumergido; eso, por no decir que hace medio siglo
nos amenazaban, no con el calentamiento global, sino con poco menos que la
quinta galciación.
Y la tercera es que, si
tanta razón tienen, si tan en lo cierto están, ¿qué justificación tienen para
mentir, para falsear los datos, para engañar, en suma? Cogen un oso polar
esquelético por no sé qué razón y la atribuyen a que el pobre plantígrado se
está muriendo de hambre por (todos a coro) el calentamiento global.
Pues, para morirse de hambre, resulta que su número ha crecido un diecisiete por ciento en el último medio siglo, y que habita en zonas donde hay menos hielo del que los ecolojetas sostienen que necesita para sobrevivir.
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