La izmierda española, hipócrita, se rasgó las vestiduras cuando un político popular dijo que los del charrán, merced a un nombramiento, controlarían no sé qué tribunal por la puerta de atrás.
Y hablo de hipocresía, no porque
piense que la partitocracia en la que ha devenido el sistema político español
esté bien, sino porque los de la mano y el capullo no han hecho, o intentado
hacer, otra cosa desde la malhadada reforma del ochenta y cinco.
Diez años después, Morritos
González se preguntaba, quizá sin advertir que estaba siendo grabado por una
cámara de televisión, si es que no había nadie que les dijera a los jueces qué
es lo que tenían que hacer. Una década más tarde, un fiscal general del
gobierno -con la tendencia de la izquierda a confundir gobierno y Estado, la
cabeza del ministerio público se convierte en una especie de ministro de
justicia bis- tuvo el cuajo de decir que las togas de los fiscales debían mancharse,
cuando del terrorismo se trataba, con el polvo del camino. Se ve que
decir la sangre de las víctimas le parecía todavía un poco fuerte.
Y ahora, ese mismo fiscal, que
detenta la presidencia del Tribunal Constitucional, no se abstuvo en la decisión
sobre la ley de asesinatos de no nacidos perpetrada por Bibi Aído,
porque hacerlo le impediría tener el quórum suficiente. Nada le importó la
posibilidad de enfrentarse a una querella por prevaricación si no tramitaba las
recusaciones sobre el aborto en la corte de garantías: tumbó todas las
propuestas.
Delator de su conciencia (es un decir) culpable es que no se entrara al fondo del asunto, sino que lo hiciera por falta de legitimación de los recurrentes.
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