De siempre he tenido bastante sentido del ridículo. O quizá no de siempre, pero desde los cinco o seis años, sí. No es que no me guste que la gente se ría de mí: lo que no me gusta es la idea de que la gente se ría de mí. Por parafrasear un famoso aforismo, no tengo miedo, sino que tengo miedo al miedo.
Ahora bien, reírme de mí mismo es
otra cosa. En eso no tengo ningún problema: soy el primero que hace chistes
sobre mi persona, quizá -se me ocurre según escribo- para adelantarme a la
posibilidad de que lo hagan los demás.
Y considero eso un rasgo de inteligencia.
No, no estoy siendo inmodesto, aunque lo sea; inmodesto, quiero decir. A lo que
me refiero es a que, por muy brillante o triunfador que sea una persona, si no
es capaz de reírse de sí mismo, si se toma a sí mismo demasiado en serio -y
creedme, conozco a unos cuantos-, no será verdaderamente inteligente.
Porque el sentido del humor
denota inteligencia, y una de las muestras de ésta es aquél.
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