Cuando a un autócrata, incluso en un régimen nominalmente democrático (sí, me estoy refiriendo al psicópata de La Moncloa y a España), no se le lleva la contraria, tiende a pensar que puede hacer lo que quiera, porque nada va a tener consecuencias.
Hasta que llega el momento en el
que se colma la paciencia de alguien, y ese alguien se planta y decide obrar en
función de sus intereses, y no de las arbitrarias y perjudiciales decisiones
del autócrata. Momento en el que el autócrata se lleva una sorpresa y reacciona
en plan pero cómo se atreven a llevarme la contraria.
Esto es lo que ha sucedido con la decisión de Ferrovial de trasladar su domicilio social de España a los Países Bajos,
en busca de una mayor seguridad jurídica. Porque es lo que pasa, cuando la voluntad
del autócrata es la fuente principal del Derecho, uno está al albur de que se
levante con el pie derecho o con el izquierdo.
Naturalmente, todos los corifeos
(porque mira que son feos los condenados) que integran el desgobierno socialcomunista
que tenemos la desgracia de padecer han acusado la rabieta de su jefe y han
salido en tromba a criticar la decisión -puramente empresarial- de la compañía,
considerándola inaceptable y achacándola a intereses personales de su
presidente.
Parecen desconocer que una gran
empresa no es como un consejo de ninistros, en el que uno silba y los
demás bailan la jiga. No, por mucho poder que tenga, el presidente de una gran
empresa responde y es responsable ante los demás miembros del consejo de
dirección y, en última instancia, ante los accionistas.
Así que tanto da que Egolanda,
o el sursum corda, rechace la marcha de la compañía. Es como un tren lanzado,
la inercia lo mantendrá en movimiento por mucho que chiflen los ígnaros que se
sientan en La Moncloa.
En ese sentido, es mucho más realista la reacción de la presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, que ha resumido la situación en cinco palabras: Sánchez nos va a arruinar.
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