Entre otros muchos criterios, los demagogos se pueden clasificar en dos grandes grupos: unos que, una vez alcanzado el poder, se apean de sus postulados delirantes y emprenden políticas realistas; y otros que, no importa el tiempo que detenten el poder, prosiguen erre que erre, contra viento y marea, soltando las mismas soflamas de siempre.
Sin salir de España, entre los
primeros se encontraría el PSOE de los ochenta, el de Felipe González y Alfonso
Guerra. Con independencia de que su gestión económica fuera nefasta, que
conchabearan con los terroristas y que ni la guerra sucia contra los asesinos
de ultraizquierda lograran hacer bien, el hecho es que dejaron de lado
tonterías como el OTAN, de entrada no y demás papemas.
Entre los segundos se hallarían
sus sucesores al frente de los de la mano y el capullo, el bobo solemne y
el psicópata de La Moncloa. Sin importarles las consecuencias que acarreen,
siguen con sus tonterías en materia económica, ideológica, educativa y en todos
los ámbitos. Movido el primero por el rencor (¿a qué, de qué?)) y el segundo por
una ambición sin límites, ayunos los dos de cualquier escrúpulo moral, con tres
lustros de diferencia han conducido a España al borde del precipicio.
En Estados Unidos, en cambio,
parece que los demagogos son algo más realistas. La izquierda de todo el mundo
mundial llevan tiempo dando la matraca con la sedicente brecha salarial
entre hombres y mujeres. En los países subdesarrollados -no digamos en las
monarquías absolutas islámicas- cabe que se dé; pero en el (llamado) Primer
Mundo, no.
De hecho, un informe oficial de Estados
Unidos -donde ahora gobiernan los demócratas, el pedófilo chocheante y Qué
mala Harris- reconoce que la brecha salarial entre hombres y mujeres es un mito, y que tres cuartos de la diferencia de ingresos se explican simplemente
por cuestiones básicas, como por ejemplo las horas trabajadas.
¿Qué será lo próximo? Quizá el cambio climático…
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