Para los que desconfiamos de los apologetas del calentamiento global, éstos pueden caer en una de tres categorías: o son unos ingenuos (como la mayor parte de la carne de cañón de ese movimiento), o son unos hipócritas (como el que fuera vicepresidente de los Estados Unidos) o están, directamente, mal de la cabeza (sí, me refiero a esa adolescente).
No es sólo que los datos que aportan
para sostener sus postulados suelen ser parciales o, directamente, falsos. No es
sólo que hayan predicho vez tras vez el apocalipsis climático, y aquí sigamos. No
es sólo que prediquen una cosa y practiquen, en el mejor de los casos, otra muy
distinta (cuando no directamente contraria).
Es que, además, las medidas que
propugnan son, sobre inútiles, ruinosas. La llamada agenda climática costaría
setenta y cinco dólares por persona y año de aquí a mitad de siglo para un
volumen de emisiones un veinte por ciento inferior al registrado en 2.005; si
se plantea una reducción del cuarenta o del sesenta por ciento, el coste por
habitante sería de cuatrocientos ochenta y cinco o mil novecientos tres dólares
cada año; y para un escenario cero emisiones, equivaldría a perder nueve
mil seiscientos noventa y nueve euros por año, tendría un impacto mínimo en el
medio ambiente y supondría hundir un doce por ciento el producto interior bruto
de Estados Unidos.
Tal parece que China -nada casualmente, uno de los países más contaminantes del planeta- lo hubiera preparado para deshacerse de la otra superpotencia…
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