Con un mes de diferencia se han producido un par de hechos relacionados con la Justicia (con mayúscula). El primero evidencia el concepto patrimonialista que tiene la izmierda española (de la que el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer es un cumplido ejemplo) del poder en general cuando alcanzan a detentarlo. El segundo nos permite mantener vivo el anhelo de una cierta regeneración del país (lo de regeneración democrática es una cursilada que no la supera ni la petición de matrimonio que le hizo el zircunflejo a la gorgoritos del chichi escocido).
A principios de Junio,
la fiscal general del gobierno, desafiando al Supremo, volvió a proponer como candidato al puesto de fiscal de menores a una persona que no reunía los
méritos suficientes (y, en todo caso, objetiva y notoriamente inferiores a los
del otro candidato), y cuyo único aval era, precisamente, ser el patrocinado de
la barragana del exjuez prevaricador.
Y no hace ni una semana
más de cien fiscales se rebelaron -hay que tener en cuenta que uno de los
principios que vertebra el llamado ministerio público es precisamente el de jerarquía-
contra la purga injustificada que aquella a quien, siendo notaria mayor del
Reino, se la colaron doblada en la profanación de la tumba del Generalísimo, ha
efectuado en la sala de menores.
Pero ella está para
soltar cursiladas como que, al posar para su retrato oficial como ninistra
de Injusticia, no quiso mover los ojos porque sacan su alma. Ya, como si la tuviera…
Ah, no, perdón, que de lo que carece es de decencia y de vergüenza.
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