Al hilo de la solicitud de ingreso de Ucrania en la Unión Europea han vuelto a levantarse algunas voces -principalmente, al otro lado del mar de Mármara- sobre el ingreso de Turquía en ese mismo organismo supranacional.
Y es que los casos son
radicalmente distintos. Por mucho que se empeñen, y aunque retengan un trozo de
territorio en Europa, Turquía no es una nación europea. Ni por geografía, ni
por cultura, ni por religión ni por actitud. De hecho, estando más lejos,
Israel (o el antiguo Líbano, porque el actual va camino de ser eso que llaman
un estado fallido, si es que no lo es ya) es infinitamente más europeo de lo
que nunca será Turquía.
Y es que Turquía, para
empezar, es un país islámico (tirando a islamista), mientras que Europa, se
pongan como se pongan los giliprogres, es un ámbito territorial de
raíces irrenunciablemente cristianas: católicas, protestantes u ortodoxas, pero
cristianas. En Europa se toleran otros cultos, y no se destruyen obras de arte;
en Turquía se cogió uno de los mayores templos de la cristiandad, se convirtió
en una mezquita, luego en un museo y de nuevo en una mezquita, mientras se tapaban
las obras de arte que decoraban sus muros (y a los que me pregunten que qué
pasa con la catedral de Córdoba, les diré que antes de ser mezquita -que sé por
dónde van- fue catedral cristiana, y que hasta donde se me alcanza los musulmanes
pueden seguir orando en ella).
Ucrania, por el
contrarios, es Europa. De hecho, es el origen histórico de Rusia -el Rus de Kyiv-,
y ha sido cristiana desde varios siglos antes que Moscú. Podría decirse que Ucrania
es Rusia, y el resto es tierra conquistada. E incorporar a Ucrania a la Unión
Europea no sería meter de golpe a cien millones de musulmanes, religión pacífica
y tolerante donde las haya.
Esto último va,
evidentemente (nótense las cursivas), en tono sarcástico.
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