El problema de los ecologistas sandía -también podríamos llamarles ecologistas de salón- es que de ecología no tienen ni idea. Vamos, que dan recetas para problemas que no dominan y cuando dichas recetas son aplicadas resulta que el remedio acaba siendo peor que la enfermedad. Esto es lo que parece haber ocurrido en Sri Lanka.
En 2.019, el nuevo
gobierno anunció que aceleraría su transición ecológica hacia la agricultura
orgánica y fijó un periodo de diez años para conseguir dicho objetivo. En 2.021
se prohibió la importación y el uso de fertilizantes sintéticos o pesticidas no
naturales, de modo que el paso a la producción orgánica se convirtió en
la única opción posible.
La apuesta del país
recibió el aplauso del progresismo internacional, entusiasmado con la idea de
que sus ideas se implementasen de forma tan radical. Sin embargo, los resultados no han podido ser más catastróficos: la producción de arroz ha caído
entre un cuarenta y un cincuenta por ciento, mientras que el té ha
experimentado un desplome del veinte por ciento, y el caucho ha caído un dieciocho
por ciento. Una auténtica ruina.
Dado que el sector
agrícola emplea directa o indirectamente a un escalofriante setenta por ciento de
la fuerza laboral, la crisis provocada por el paso a los métodos orgánicos
de cultivo ha tenido un impacto directo en la vida de buena parte de la
población. A esto hay que sumarle el efecto de la inflación, que se ha
disparado a consecuencia del desplome de la oferta, con una subida anual del cincuenta
por ciento.
Como consecuencia de todo lo anterior -o quizá no, pero justo después- la población se sublevó y asaltó el palacio presidencial, provocando la dimisión del primer ministro.
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