En España, en otras épocas, el nivel intelectual y académico de los políticos era digno de respeto. Podría decirse que, en general, a la política se dedicaban los mejores. Hoy, en España, parece que a la política se dedican los que no pueden dedicarse a cualquier otra cosa, especialmente en los partidos de la izquierda (aquí admito un posible sesgo ideológico por mi parte).
El parlamentarismo español está lleno de
ejemplos de ingenio rápido y mordaz. Un parlamentario preguntaba retóricamente
qué se hacía con los hijos, y de la bancada salía una voz que aseveraba que al
suyo, de momento, le hemos hecho subsecretario. En otra ocasión, un
parlamentario decía que no podía esperarse gran cosa de quien llevaba ropa
interior de seda, a lo que el aludido respondía no sabía que su señora fuera
tan indiscreta. Cuando se proponía la eliminación del latín de los planes
de estudios, y un parlamentario argüía que no servía para nada, otro señalaba
que sirve al menos para que a su señoría, siendo natural de Cabra, le
digamos egabrense. Y así, cientos de anécdotas, a cual más divertida cuando
se leen con la perspectiva que da el tiempo.
Ahora, el nivel ha decaído. Del me la suda
de Junior en sede parlamentaria a que la tucán de Fene llame mala
persona al ministro de Economía (¡por Dios, podrían guardar un poco las
apariencias, que son compañeros en el desgobierno socialcomunista que tenemos
la desgracia de padecer!) por expresar su cautela con respecto a las propuestas
cocuquistas en relación con la subida del salario mínimo
interprofesional y la reducción de la jornada laboral.
Viniendo el epíteto de quien viene, el de las zapatillas todavía tendría que estar orgulloso.
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