No
hay otra forma de decirlo: me disgusta el feminismo actual. Al menos, el que
tiene más predicamento en los medios de comunicación, quizá porque sea el que
hace más ruido. Ese del cual se ha apropiado la izquierda hasta convertirlo en
un coto cerrado, exclusivo y excluyente, intolerante y de mal gusto, que hace
que a sus integrantes se les denomine, con toda justicia, feminazis.
Algunos
creemos que no debieron permitirse las concentraciones del ocho de Marzo: no ya
por ser un espectáculo de dudoso gusto (que también, pero eso ya entra en el
ámbito de las apreciaciones estéticas de cada cual), porque en tal caso
deberían prohibirse todos y cada uno de los años, sino porque creemos que fue
el caldo de cultivo -y nunca mejor dicho, científicamente hablando-, o al menos
contribuyó a ello, para el elevado número de contagios por el Covid-19 que
vinieron después.
Pero,
en cualquier caso, es un tipo de reuniones a los que cualquier persona con dos
dedos de frente y un mínimo de amor propio, y más si se es político y de
derechas, jamás debería acudir. Sucede en las concentraciones del orgullo No-Che,
y sucede en los aquelarres feminazis, donde se insulta e incluso amenaza de
muerte a periodistas y políticos cuando no son de la cuerda de las bestias que
aúllan, con lindezas tales como ¡Villacís, puta, fuera!
Pues
nada, al año que vienen volverán a las andadas, las que gritan y los que son
vituperados. Los hay que no escarmientan.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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