Los
apologetas de la calientacamas de Galapagar -y aquellas otras que,
cuando se critica a la ninistra de da lo mismo, dicen que es por ser
mujer- suelen aducir que Irena Montera tiene un título universitario,
una educación, un nivel, un cierto poso intelectual. Los que la criticamos
podemos decir que quizá haya pasado por la Universidad, pero que lo que está,
más que claro, cristalino, la Universidad no ha pasado por ella.
Tomemos
como ejemplo el bodrio (perdón, la ley) de libertad sexual que ha
perpetrado su departamento ministerial. Vamos a conceder que la norma no es del
puño y letra de la marquesa de Villa Tinaja (ella no está para eso, sino
para cosas más importantes, claro que sí) y que, por lo tanto, todas las
críticas que le cayeron al texto desde el Ministerio de Justicia no debían
echarse sobre los hombros de la pobre madre de familia numerosa, sino sobre las
de sus subordinados (a los que, me pregunto, ¿quién habrá designado?). Pero, al
menos, ella será la musa, el numen detrás de semejante deposición legislativa.
Pues
ni siquiera en campo amigo es capaz de hacer una defensa mínimamente
decente de su detrito legal: preguntada en el programa de Guarroming por
qué herramientas iban a tener los órganos judiciales para determinar si en una
relación sexual se había producido consentimiento explícito (de la mujer, por
supuesto; debe ser que las feminazis consideran que los varones estamos
siempre dispuestos para la faena), la interpelada contestó que
Las mismas que con cualquier otro delito, es decir si te roban en tu casa, por ejemplo, y atentan contra tu propiedad privada, y no hay cámaras ni testigos, los jueces tienen muchas pruebas: testificales, los testigos...
No
hay más preguntas, señoría.
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