Los políticos de otra época tenían, si no principios, al menos una cierta dignidad, algo parecido a la gallardía y el valor.
En la clase política actual,
sobre todo si es española, y no digamos ya de izquierdas, tales rasgos brillan
por su ausencia. Son soberbios, egoístas, prepotentes, sectarios, inútiles, ineptos,
ignorantes y, sobre todo, cobardes. Muy cobardes.
Todo ello hace que nunca, jamás,
reconozcan haber cometido un error -la culpa siempre es de los demás, de la
derecha a los jueces, pasando por los medios de comunicación-, y que se aferren
al cargo como si les fuera -de hecho, les va, al menos en un sentido económico-
la vida.
La llamada ley del sólo sí es
sí, en puridad ley Sánchez-Montero (porque hay que recordar que el
psicópata de la Moncloa la presentó como un avance en la protección de las
mujeres que sería copiado en el resto del mundo más pronto que tarde) o ley de
todo el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer (por
acción de unos y por inacción de otros), es uno de los mayores dislates
legislativos que se han perpetrado el la historia jurídica. Aunque, como digo, la
responsabilidad es colectiva, fue el ninisterio de Lomismodá la que hizo
bandera de la misma.
Y, por lo tanto, debería hacerse
cargo de las consecuencias. Debería, porque ha evitado dar la cara -no sea que
se la partan- tras el comité de crisis que certificó su fracaso en la lucha
contra la sedicente violencia de género.
¿Jugamos al pimpampún?
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