Con la llegada de las televisiones privadas a España empezó la guerra por las audiencias. Y sólo hay dos maneras de conseguir una buena cuota -de mercado, de pantalla, de lo que sea-, a saber: o produces algo de calidad, tan bueno que sea indiscutible, o produces algo de calidad ínfima, peo asequible a todos.
Las cadenas privadas optaron por
ambos caminos: mientras que Canal + optaba por una programación de (presunta)
calidad, dirigida a una minoría (presuntamente) intelectual (aunque a ver cómo
encajaban ahí las películas porno que se emitían codificadas), Telecinco
prefería ofrecer carnaza (chiste fácil: recordemos a las mamachicho),
mientras que Antena 3 se instalaba en una especie de punto medio, ni tanto ni
tan calvo.
Andando el tiempo, las cosas han
evolucionado… más o menos. Canal + desapareció, metamorfoseado en Cuatro porque,
según la vicevogue, era poco menos que una demanda social; nació la
Sexta, sectaria a más no poder; Antena 3 se mantuvo, y lo mismo Telecinco, que
prefirió ofrecer basura tras basura, aunque fuera programando bajo el disfraz
de experimentos sociológicos lo que no era, es y será puro y simple
cotilleo morboso.
Y todavía hay gente que hace ese
tipo de programas, como uno que excretaba un producto para rojos y maricones
(sic), y que, como la mierda flota, se mantuvo en antena años y años. Finalmente
cayó, y su presentador ha vuelto ofreciendo más de lo mismo… con el resultado de una audiencia raquítica y menguante.
Y es que, a veces, conviene disfrazar tus intenciones detrás de un nombre menos revelador…
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