Un niño consentido deviene en un autócrata, más pronto que tarde. Como en el famoso anuncio de televisión, si no se siguen sus deseos rompe la baraja y se larga, salvo que los demás acepten pulpo como animal de compañía o barco como animal acuático.
Tampoco es imprescindible haber sido
malcriado para ser un autócrata. Puede ser que el sujeto en cuestión haya
sufrido una mala infancia, o que le haya sorbido el cerebro una ideología
totalitaria. El caso es que, por hache o por be, por fas o por nefas, porque sí
o porque no, hay personas que no toleran que se les lleve la contraria, que
desean siempre hacer su impía voluntad.
Y contra esta gente hay que poner pie en pared y decirles que no, como se hace con los niños caprichosos (o, como decíamos en mi familia cuando yo era pequeño, peplas). Y si el fiscal particular del desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer recusa a varios de los magistrados que tienen que resolver sobre la validez o no de su nombramiento, ahí está el Tribunal Supremo -una de las pocas instituciones no vampirizadas por el psicópata de la Moncloa- para rechazar esa recusación.
Todavía hay esperanza.
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