Los
pijiprogres de todo pelaje y color proclaman el inalienable derecho de
todos a la libertad de expresión. Siempre y cuando lo que se exprese, por supuesto,
esté de acuerdo con sus postulados.
Con
motivo de la muerte de George Floyd, todo acabó por los suelos, pero sobre todo
dos cosas: las estatuas de cualquiera al que consideraran racista y las
rodillas de los manifestantes. Pero cuando una persona -el pitcher de los
Giants de San Francisco-, en uso de su libertad de opinión y ateniéndose a sus
creencias (que sólo se arrodilla ante Dios, postura que no sólo respeto, sino
que además comparto), se negó a hincar la rodilla mientras sonaban las notas
del himno nacional estadounidense (ese que habla de la tierra de los libres),
le cayó encima una retahíla de críticas y recriminaciones que no por
previsibles (repasad la segunda frase del primer párrafo de esta entrada)
resultan menos injustas.
Así
que ya sabéis, niños: si no queréis que os señalen, no tengáis un criterio
propio, y gritad siempre lo mismo que vociferen los energúmenos más estruendosos.
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