Cocomocho era un don nadie que por aquello de las casualidades y los odios cainitas de los secesionistas catalanes se vio elevado al puesto de la más alta representación del Estado en la región.
Aparentemente, los oropeles del
poder le nublaron el escaso juicio que tenía -¿quién, en su sano juicio,
llevaría un corte de pelo semejante?-, y ahora se cree mierda quien no llega a
pedo. Recogió el testigo de Arturito Menos, no sólo como presidente del
consejo regional de gobierno, sino también como sufridor del complejo de Moisés
con barretina, la persona destinada a liderar al pueblo elegido catalán a la tierra
prometida de la independencia (léase acentuando todas las sílabas, como hacen los
energúmenos cuando la gritan en el minuto decimoséptimo, segundo decimocuarto, en
el estadio que pudieron construir gracias a las recalificaciones y prebendas
otorgadas por el gobierno del Caudillo de España y Generalísimo de los
Ejércitos).
A donde guio a su pueblo
fue a la ruina y la fuga de empresas, mientras él emprendía el camino a la zona
donde el pequeño corso encontró su derrota definitiva. Y ahora, como un
niño malcriado, se empeña en poner palitos en las ruedas de la secesión, fastidiando las votaciones de investidura del candidato propuesto por el partido del
bleferóptico con sobrepeso, que una vez fuera su aliado y siempre su enemigo.
Lo dicho, una y mil veces: así revienten.
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