Cuando critico a los políticos de izquierdas, mis conocidos maricomplejines -no es que no tenga conocidos de izquierdas, pero delante de ellos no critico a sus partidos (salvo que me pregunten directamente) porque la gente de izquierdas tiene una epidermis que sólo puede medirse con un pie de rey- suelen decir que no pretenderé con ello afirmar que en la casa de la derecha no cuezan habas (naturalmente, no emplean semejante expresión, sino que he decidido aplicarla según me he puesto a escribir).
Pero es que los políticos de
izquierdas -al menos, para quien los mira con una óptica de derechas, como es el
caso de quien escribe estas líneas- llevan a niveles casi obscenos la tan
humana divergencia entre lo que predican y lo que hacen. Predican la igualdad,
pero acaparan privilegios. Predican el reparto de la riqueza, pero acopian
fondos y propiedades para sí y los suyos, friendo a los demás a impuestos. Predican
la tolerancia, pero persiguen con saña a quienes piensan de modo distinto a
ellos. Predican la vida, pero promueven una cultura de la muerte, antes del
nacimiento y al final de la existencia.
Predican, en fin, el paraíso en
la tierra, y los únicos que lo disfrutan son ellos. Los que les votan viven,
mientras, en un mundo para lelos: ellos.
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