Que el Consejo General del Poder Judicial lleve cinco años con el mandato de sus miembros caducado es -como dicen campanudamente los de la mano y el capullo, los neocom, los cocuquistas, los hereredos de Sabino Arana, los del hacha y la serpiente, los jotaporcatos, los ierreceos y (probablemente) el de Teruel existe-, una anomalía democrática.
Claro, que mucha mayor anomalía, y mucho menos democrática, es el hecho
de que, desde hace casi cuatro décadas, la elección de los miembros del órgano
de gobierno de los jueces recaiga única y exclusivamente sobre las cámaras de
las Cortes Generales. Es una violación tan flagrante, tan grave y tan descarada
del principio de separación de poderes que cuando mihemmano -ese que
ahora pasa por estadista, pero que votó a favor del sedicente estatuto
sedicioso de Cataluña- proclamó que Montesquieu había muerto, se produjo una conjunción
planetaria de esas que hacían que Masturbito se orinara de placer en
su ropa interior: la de un socialista con la verdad.
Por eso, que el PP se niegue a pactar la renovación del Consejo sin modificar
antes el modo de elección de los vocales -algo que han podido hacer ellos solos
en dos ocasiones, cuando han tenido mayoría absoluta en el Congreso, y no han
querido hacer- es, antes que un acto de deslealtad constitucional, un
acto de acendrado patriotismo.
Y que los de Génova se teman que el intento por renovar el CGPJ -ese
tutelado por un funcionario de la Unión Europea, lo que demuestra hasta qué punto
se ha degradado nuestra democracia- fracase, porque o bien el PSOE reformará la
Ley para controlar el Consejo, o bien no aceptará modificar la Ley para que los
jueces elijan a los jueces, es uno de esos raros instantes en los que los políticos
españoles tienen un rapto de lucidez.
Así que ya saben, señores populares: o todo, o nada.
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