Cuando era más joven -desgraciadamente (o afortunadamente, según se mire), uno va teniendo una edad en la que lo de más pequeño ya queda ridículo, cuando no patético-, y mi madre me pedía que le explicara alguna cuestión política, yo procuraba hacerlo de manera desapasionada. Mi madre decía entonces que yo era objetivo, a lo que un servidor respondía que no, que simplemente intentaba adoptar una postura ecuánime (según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, estaba aplicando bien el término, puesto que la ecuanimidad es la imparcialidad de juicio).
Es decir, que procuraba abstraerme de mis
prejuicios, lo cual no quiere decir que no los tuviera… ni que no los tenga
ahora. Es más, estoy tan convencido de tener prejuicios que en ocasiones (sólo
a veces) me cuestiono si las cosas son como creo que son o creo que son como
creo que son porque aplico un sesgo de confirmación (átame esa mosca por el
rabo).
Sirva esta larga digresión para decir -una
vez más, y no será la última- que los secesionistas (catalanes o vascos, pero
en esta serie de entradas hablamos de los catalanes) se odian entre sí sólo
ligeramente menos de lo que odian a España. Tanto se odian que considero que
serían capaces de abortar la independencia de su región con tal de que no fuera
otro (el otro) partido el que se llevara el mérito de conseguirlo.
Y los de la mano y el capullo, que serán
muchas cosas pero no estúpidos del todo, y que además son desde hace mucho una
maquinaria cuyo único objetivo es alcanzar el poder para detentarlo tanto
tiempo como sea posible, han activado la maquinaria electoral de su franquicia
con barretina (aunque en este caso concreto es difícil saber quién es la matriz
y quién la franquicia) al detectar nervios en los ierreceos ante la notoriedad
de Cocomocho.
Lo digo y lo repito: los dejamos a su aire y se despellejan entre ellos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario