El poder, o las expectativas de alcanzarlo, es un gran aglutinante de voluntades y un poderoso limador de asperezas. Su pérdida, o la sombra de esa posibilidad, actúa como la sal en las heridas (o en los platos), exacerbando las pasiones.
Es lo que ha ocurrido en los neocom. Nunca
fue verdaderamente un partido, sino que se trataba de un agregado de siglas,
corrientes, mareas, movimientos o sensibilidades que vieron la posibilidad de pillar
cacho -de ser casta en lugar de la casta, que diría cierto gran visir- y
que aparcaron a un lado sus diferencias.
Dirigidos por una camarilla en la que la voz
cantante se dedicaba, en la mejor tradición marxista, a ir purgando a
cualquiera que quisiera -o siquiera sospechara que quisiera- disputarle la cima
de la pirámide, fueron dejándose pelos en las sucesivas gateras electorales. No
sólo es que no fueran ya nuevos, es que se les veían los modos y maneras
comunistas de siempre debajo del somero barniz posmoderno.
Y ahora, cuando tras sucesivas reinvenciones lampedusianas -cambiaban aparentemente todo para que nada cambiara realmente- pintan menos que nada, se dedican a tirarse unos los trastos a la cabeza de otros, además de cantar las verdades del barquero. Por ejemplo, los críticos de la formación (es decir, aquellos que no gozan del favor de la camarilla del de Vallecas, capital Torrelodones) acusan a la dirección de hacer trampas en sus candidaturas.
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