La pareja del psicópata de la Moncloa, en sus comparecencias, o bien ha mantenido un silencio que visto lo visto -luego abundaré sobre eso- podría calificarse, sin temor a errar, de prudente, o bien ha leído una soflama que, repito, justificaba su silencio alternativo.
Porque cuando por fin ha decidido abrir la
boca para algo más que para respirar y ha declarado en sede judicial por
primera vez, ha hecho que más de uno se pregunte si su defensa jurídica la ha
contratado su peor enemigo, o si se limita a no hacerle ni refitolero caso.
Porque entra dentro de lo lógico echar la
culpa a la Universidad Complutense, una entidad llena de gente muy leída y escribida
que lo tendría fácil para aprovecharse de alguien como ella, que tiene una
formación académica tirando a ramplona y una experiencia laboral tirando a
escasa y prescindible.
Pero decir que actuó sin ánimo de lucro
ya cae dentro del cachondeo más absoluto. Porque si algo ha quedado claro en
todo este tiempo es que la interfecta montó el chiringuito con todo el ánimo de
lucro del mundo, para ella y para todos los que participaron en el contubernio.
No en vano, hasta sus más allegados hablan de actividad profesional. Y cuando alguien ejerce una profesión, sea la más antigua del mundo o cualquier otra, es precisamente para lucrarse.
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