Estados Unidos, como nación independiente, tiene alrededor de dos siglos y medio de historia. Y únicamente durante los últimos setenta y cinco años -un treinta por ciento clavado- se ha preocupado activamente de lo que sucedía en Europa. Hasta entonces, se dedicaron a llevar a la práctica la doctrina Monroe de América para los americanos.
Todo cambió tras la Segunda Guerra Mundial. Europa
había quedado devastada -infinitamente más que tras la Primera-, y de no haber actuado
los yanquis, la Unión Soviética se habría quedado con todo el continente, lo
que habría supuesto una situación inasumible para los Estados Unidos. Era preferible,
supongo, rearmar a los países europeos al Oeste del telón de acero para el caso
de que a los soviéticos les diera por lanzar un ataque convencional (no atómico).
Por eso, que Donald Trump haya avisado a
Europa de que su presencia militar en el continente no durará para siempre no
es más que una vuelta a los orígenes. Vale que casi nadie vivo ha conocido otra
cosa, pero la Historia está para conocerla y aprender de ella. Otra cosa son
los modos y maneras del actual ocupante del Despacho Oval, manifiestamente
mejorables y en absoluto diplomáticos. Porque descartar la entrada de Ucrania
en la OTAN y decir que ve poco probable que recupere todo el terreno arrebatado
puede ser una muestra de realpolitik, pero también lo es de grosería.
Por eso, que algunos digan que la OTAN ha muerto puede ser una deducción lógica de todo lo anterior. Salvo que los seres humanos no siempre nos comportamos con lógica.
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