En el caso de Frederick Forsyth se puede decir perfectamente aquello de que el que tuvo, retuvo. Hace ya mucho tiempo que escribió sus mejores páginas -realmente, es difícil imaginar algo mejor que Chacal y Odessa, aunque los que me leen saben que mi favorita, quizá por ser la primera que leí, es La alternativa del diablo-, pero uno puede apostar sin miedo a perder que una novela del británico siempre será entretenida. Y, de todos modos, uno sabe qué va a encontrarse, cuando abre un libro suyo.
En
su, de momento, última novela (quizá la última de verdad) retoma una técnica que
ya siguió en otras, como El manipulador; esto es, enlazar varias aventuras
cortas de un mismo personaje. A diferencia de la citada, sin embargo, las
aventuras se suceden en el tiempo, siendo el MacGuffin el personaje que
da título a la novela, y que, ya próximo el final, desaparece, por así decirlo. Me hizo gracia que un escritor al que considero analógico se meta en una trama tan digital.
Por
otra parte, Forsyth es, a diferencia de Le Carré, un escritor maniqueo y de
derechas: no hay zonas grises, los malos son los malos (y pagan), y en general
los malos son los rusos. En este caso, el malo es, aunque no se diga su nombre
-pero sí todos los detalles de su biografía-, Vladimir Putin; Donald Trump
también es descrito sin ser nombrado, y la primera ministra británica es un trasunto
de Theresa May.
Este
es, podríamos decir, un libro de tesis. Es decir, Forsyth emplea la
trama como un medio para expresar sus opiniones sobre la geopolítica mundial y
sus actores principales, y cuando la obra termina las cosas siguen más o menos
como estaban… salvo por un pequeño detalle en Corea del Norte.
Una
última cosa: aunque es la tercera entrada que escribo tras el cambio de fuente,
es la primera que aparece publicada. Cosas de la programación (cronológica, no informática).
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