A
finales del mes pasado coincideron dos hechos: el nonagésimo cumpleaños de Sean Connery, y un programa en Televisión Española sobre Teresa Rabal, en el que,
como no podía ser menos, se mencionaba a su padre, Francisco Rabal.
Y
fue al ver (de pasada) el documental -lo emitieron después del cumpleaños-
cuando me di cuenta del abismo que separa a los actores británicos de los
españoles. No en cuanto al talento (que también), porque en eso pueden andar
parejos y los mejores de los nuestros no tienen nada que envidiar a los mejores
de los suyos, sino en categoría personal, en elegancia y saber estar.
Un
actor inglés nunca hablará mal de su país o de su gobierno. Podrá discrepar del
segundo, podrá incluso criticarlo, pero dudo que nunca se les ocurra montar en
una gala de los BAFTA una mamarrachada como la que hicieron los de Animalario (pocas
veces un nombre estuvo tan bien escogido) con el No a la guerra.
Igualmente,
un actor británico -sea de clase alta o provenga de la más humilde extracción,
como Michael Caine- podrá ponerse un traje de etiqueta y le caerá bien; no como
a los actores españoles, que cuando se lo ponen parece que van disfrazados de
lo que no son (de hecho, van disfrazados de lo que no son). Y cuando reciben un
título nobiliario por su contribución a la cultura, lo aceptan (o lo rechazan)
con elegancia y lo llevan con naturalidad. ¿Alguien se imagina actitud pareja
por cualquier integrante del gremio de los titiricejas?
¿Y
por qué los británicos son así y los españoles no? Pues, probablemente, por
algo inefable, indefinible e inaprensible, pero perceptible: eso que, bien
escrito, los franceses denominan je ne sais quoi .Resumiendo: lo malo de
los que no somos británicos es que no somos británicos.
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