martes, 8 de septiembre de 2020

Reflexiones atemporales (XV): El yenesecuá

A finales del mes pasado coincideron dos hechos: el nonagésimo cumpleaños de Sean Connery, y un programa en Televisión Española sobre Teresa Rabal, en el que, como no podía ser menos, se mencionaba a su padre, Francisco Rabal.
Y fue al ver (de pasada) el documental -lo emitieron después del cumpleaños- cuando me di cuenta del abismo que separa a los actores británicos de los españoles. No en cuanto al talento (que también), porque en eso pueden andar parejos y los mejores de los nuestros no tienen nada que envidiar a los mejores de los suyos, sino en categoría personal, en elegancia y saber estar.
Un actor inglés nunca hablará mal de su país o de su gobierno. Podrá discrepar del segundo, podrá incluso criticarlo, pero dudo que nunca se les ocurra montar en una gala de los BAFTA una mamarrachada como la que hicieron los de Animalario (pocas veces un nombre estuvo tan bien escogido) con el No a la guerra.
Igualmente, un actor británico -sea de clase alta o provenga de la más humilde extracción, como Michael Caine- podrá ponerse un traje de etiqueta y le caerá bien; no como a los actores españoles, que cuando se lo ponen parece que van disfrazados de lo que no son (de hecho, van disfrazados de lo que no son). Y cuando reciben un título nobiliario por su contribución a la cultura, lo aceptan (o lo rechazan) con elegancia y lo llevan con naturalidad. ¿Alguien se imagina actitud pareja por cualquier integrante del gremio de los titiricejas?
¿Y por qué los británicos son así y los españoles no? Pues, probablemente, por algo inefable, indefinible e inaprensible, pero perceptible: eso que, bien escrito, los franceses denominan je ne sais quoi .Resumiendo: lo malo de los que no somos británicos es que no somos británicos.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!

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