De siempre -probablemente porque he sido tan afortunado que nunca (toquemos madera) me han hecho falta- he estado en contra de subvenciones, ayudas, subsidios y demás formas de, vamos a llamarle así, caridad laica. No si son puntuales y en casos justificados, pero sí cuando se realizan como sistema rutinario.
Y esto es así porque el ser humano tiende a
acomodarse, y si el dinero le cae del cielo sin mover un dedo, ¿para qué va a
esforzarse? Eso, por no hablar de los intermediarios, que son los que
suelen quedarse con la parte del león.
Eso es lo que pensé cuando leí el titular El fiasco de la ayuda al desarrollo: cincuenta años de subvenciones con los beneficiarios igual de pobres. Y leyendo el artículo, ves que el efecto fue, bien el equivalente a enterrar el dinero (es decir, que no hubo ningún efecto beneficioso), bien enriquecer a unos pocos.
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