Las feministas clásicas defendían la existencia de dos sexos, hombre y mujer, y la igualdad de los mismos, ya que históricamente la mujer había estado supeditada al varón.
Las feministas modernas defienden que no hay sexos, sino géneros
(varias docenas), y que no es la biología lo que los determina, sino el autopercibimiento.
Chocan frontalmente, por lo tanto, con las feministas de toda la vida y, de
hecho, desdibujan completamente la distinción entre hombres y mujeres.
Los progres, siendo más progres que nadie, se han pasado de frenada, y
en el Reino Unido han nombrado como embajador de las mujeres ante la ONU a un
hombre: por muy mujer que se considere, y hasta que la consideren, si tiene
próstata -y apuesto duros contra pesetas a que la tiene- es un hombre.
Además, el interfecto es una joyita que a lo largo de su trayectoria no
ha dejado títere con cabeza: se ha metido con las homosexuales, a las que ha
llamado vieja tortillera o lesbiana peluda estéril; llamó racistas
a todos los blancos; y fue destituida como embajadora de una
organización benéfica infantil por sus mensajes inapropiados y contrarios a
las normas de protección a la infancia.
Para remate, las feministas denuncian que la forma en que se presenta
es una versión extrema y sexualizada de la feminidad, encarnando una
cosificación que la mayoría de las mujeres rechazan como un ejemplo
especialmente denigrante de ofensivos estereotipos de género.
Y es algo que siempre me he preguntado: ¿por qué cuando un hombre se opera para ser mujer procura parecerse a un pibón de los que participan en los concursos de belleza y no, por ejemplo, a Cristina Almeida?
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