El 28 de Noviembre pasado, como un cuarto de hora antes de que sonara la alarma para levantarme e ir a trabajar (es decir, alrededor de las seis de la madrugada) me desperté con este pensamiento aproximado en la cabeza. Pensé que si fuera un sacerdote, o al menos un teólogo, el tema daría para un buen sermón. Como sólo soy yo, decidí poner una reflexión en el blog, porque no creo que el Altísimo haya decidido iluminarme con una revelación.
Vaya por delante que, aunque creyente, no soy muy dado a reflexiones
teológicas. Nací, crecí y me eduqué en una familia católica, fui a un colegio
de curas -del que no salí rebotado, no como otros- y, resumiendo, creo en Dios por
una combinación de dos factores: los razonamientos de santo Tomás de Aquino y
lo que he descubierto que se llama apuesta de Pascal, y que en
definitiva consiste en que es más beneficioso actuar como si Dios existiera,
puesto que de no existir no pierdes nada.
Volviendo a la idea que me vino a la cabeza. Reflexionando, llegué a la
conclusión de que Jesús implica -para el creyente- únicamente lo que
podríamos llamar ser bueno. Cristo, por el contrario, va más allá: supone
compromiso.
Algo más difícil, a lo que no todos alcanzamos.
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