Incluso en los países más racionales del mundo son capaces de cometer deslices. Sin embargo, suelen ser honestos, reconocer el error y rectificar.
Tomemos el caso de Nueva Zelanda. Un país en
la otra punta del mundo (ellos pensarán lo mismo de nosotros, claro), lleno de
gente amable y simpática (y de ovejas) -hablo con conocimiento de causa-, que
llevó el tema de la pandemia de la COVID-19 bastante bien, según dicen, y que
por lo visto habían pensado en establecer un impuesto a los eructos de las
vacas, como medio de luchar contra los gases del efecto invernadero.
Mi primer pensamiento, sin haber leído el
artículo, fue que mejor harían poniendo un impuesto a los pedos de las ovejas,
que son más; pero al mirar el artículo veo que la figura impositiva gravaba las
emisiones por ambos extremos del tracto digestivo, y a ambos tipos de ganado (aunque
nunca se precisó cómo se iba a medir el volumen de emisiones, una imprecisión
la mar de gilipogre).
Con el cambio de gobierno, y en un alarde de
racionalidad, se ha decidido revertir toda la política ambientalista del anterior ejecutivo, al considerar que no
tiene sentido enviar empleos y producción al extranjero, mientras los países
menos eficientes en carbono producen los alimentos que el mundo necesita.
A ver si alguien en los alrededores de las antípodas de Nueva Zelanda tiene una iniciativa que no esté en las antípodas de la neozelandesa.
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