El psicópata de la Moncloa se molestó cuando en sede parlamentaria se le calificó de autócrata. Probablemente, porque reconoció -siquiera en su fuero interno- lo acertado de la definición.
Los políticos, al menos los españoles
recientes, soportan bastante mal -por ser suaves- que se les lleve la
contraria. Esto es predicable tanto de los de derechas como de los de
izquierdas (con la posible excepción de Mariano Rajoy, cuyo tancredismo se
resiste a cualquier definición), aunque (a nadie le sorprenderá que diga esto)
es más acusado en los de izquierdas. Los de derechas no lo hacen tanto
-aparentemente-, pero tampoco toman ninguna iniciativa para revertir el estado
de cosas.
Ya con Felipe González empezó la colonización
de todas las instituciones del Estado -salvo, quizá, la Corona-, con mayor o
menor disimulo: de Radio Televisión Española al Tribunal Constitucional, del
Consejo General del Poder Judicial a la Fiscalía General del Estado, primaba
más la afinidad ideológica (cuando no el servilismo descarado) que la
cualificación profesional.
Con el rodrigato la cosa fue un suma y
sigue. Y el epítome ha sido el sanchismo, para nada una novedad, sino
una versión corregida y aumentada de todo lo anterior, tanto en el ansia
liberticida como en el dejarse de zarandajas e ir a saco a por todo.
Hace un par de semanas, el desgobierno
socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer forzó la salida del presidente
de Telefónica -¿por qué no se resistió?- y colocó al de Indra… a quien ya había
colocado precisamente en Indra.
Y, como nos toman por idiotas, todavía
pretendieron justificar la medida acudiendo a pretextos que podría inventar un
niño de tres años… y que no se creería uno de dos. Fue Petisú quien
defendió el movimiento, diciendo que ya tocaba renovar Telefónica.
Eso, digo yo, tendrían que haberlo decidido los accionistas, ¿no?
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