Hubo una época no tan lejana en la que Europa era, y no sólo cartográficamente, el centro del mundo. No es que fuera la zona científicamente más avanzada, pero civilizaciones como la china vivían encerradas en sí mismas y no supieron hacer frente al mayor desarrollo industrial de los europeos.
Quien dominaba en Europa, dominaba el mundo. Primero
España, luego Francia, después el Reino Unido… pero cuando Alemania se dispuso
a tomar el relevo, se encontró con la oposición, primero, de Rusia, y luego,
por el juego de alianzas, de los Estados Unidos.
Acabada la Segunda Guerra Mundial -en rigor,
la Primera: la llamada luego Primera Guerra Mundial fue más bien la última Gran
Guerra Europea-, Europa había perdido definitivamente su primacía, pasando a
ser el tablero de juego en el que yanquis y soviéticos echaban un pulso. Y esto
fue así porque, como señalé hace un mes -curiosamente, no en una reflexión
atemporal-, Estados Unidos abandonó su tradicional aislamiento y pasó a
implicarse, no en la defensa de la libertad y de la democracia, sino de sus
propios intereses (de ahí el Plan Marshall: hacía falta un mercado para los
productos americanos) ; que esos intereses pasaran por hacer frente a la URSS y
eso, de paso, beneficiara a Europa Occidental, fue otro cantar.
Pero Europa se acomodó, pensó que el primo de Zumosol andaría siempre por aquí, y no tomó las precauciones debidas; y cuando el tío Sam ha vuelto a sus querencias habituales -o cuando el fulcro del poder se ha desplazado hacia el Océano Pacífico, léase la China Comunista- se ha encontrado con que el estado del bienestar puede dar lugar a un malestar profundo si no se pone las pilas para hacer frente al autócrata del Kremlin.
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