Un socialista es, en palabras de Manuel Fraga Iribarne, alguien capaz de defender una cosa y la contraria y sostener que ambas son ciertas (algunos añaden y progresista).
En este sentido, el psicópata de
la Moncloa, con sus continuos cambios de opinión (sic), no es más que la
destilación de la quintaesencia del socialismo, al menos del español: según
convenga a sus propósitos e intereses (que se reducen a sólo dos: alcanzar el
poder y detentarlo tanto tiempo como les sea posible), sostendrá una cosa o la
contraria.
Cuando la derecha ganó en
Andalucía por primera vez -ganar de verdad, con posibilidad real de
desalojar del consejo regional de gobierno a los de la mano y el capullo, por
lo que el triunfo pírrico de Javier Arenas no cuenta-, no les pareció mal que
el Chepas decretara una sedicente alerta antifascista; tampoco
dijeron nada cuando el mismo Junior defendió tomar el cielo por
asalto, o cuando los paleocom afirmaban que conquistarían en la
calle lo que no podían conseguir en las urnas.
Pero hete aquí que la calle se
vuelve contra ellos, y el Partido Popular convocó una manifestación en Madrid, convocatoria
que tuvo algunos titubeos pero que acabó siendo un éxito. ¿Y qué hicieron desde
el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer? No dijeron
que prestarían oídos al clamor popular, sino que restaron importancia a la
manifestación y afirmaron que la cifra importante es sumar en el Congreso.
Lo cual no deja de ser pragmáticamente cierto, pero se compadece poco con sus afirmaciones anteriores, arriba mencionadas.
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